actualmente se tramita en el país un nuevo Código nacional de
policía, mientras en las instituciones
educativas es pan de cada día eso del Manual
de convivencia escolar, hoy re-actualizada su discusión con la expansión
creciente del matoneo y por la expedición de la ley 1620 del 15 de marzo del
2013 (que crea el “Sistema nacional de convivencia escolar y formación para el
ejercicio de los derechos humanos, la educación para la sexualidad y la prevención
y mitigación de la violencia escolar”), seguido de la respectiva reglamentación
con el decreto 1965 de septiembre 11 de ese mismo año.
Lo anterior mediado por una
tradición y una cultura que tiene sus raíces en el dilatado periodo de la
dominación colonial española y posterior evolución y re-acomodación
experimentada con el logro de la independencia iniciada en la primera década
del siglo XIX y, consumada a mediados de la segunda de ese mismo siglo, que ha modelado una concepción con
respecto de la ley de carácter formalista, que hoy nos tiene
prisioneros del fetichismo jurídico con su secuela inflacionaria de leyes.
En virtud de lo planteado, la ley termina siendo la gran damnificada por
cuanto se sacrifica su finalidad que a su vez pone en cuestión uno de sus
distintivos esenciales: su universalidad y eficaz aplicación.
Como consecuencia de todas estas
interferencias deformantes, el terreno de nuestra formación social está abonado
para la impunidad. Paradójicamente el sistema, la institucionalidad
vigente, con su ejército de burócratas son
fervorosos creyentes del predominio del componente coercitivo
de la ley, en lo que no obstante se resalta un mirar sesgado, selectivo, que ha conducido a sancionar como verdad de a
puño el decir: La ley es para los de
ruana. Para los que tienen y usan “vestidos de marca”, no hay ley que
valga. Que en otros términos compromete a la institucionalidad misma, a quienes
ejercen funciones en la maraña de nuestra propia legalidad. Y desde ésta se trafica
con ley.
En este contexto relacional humano,
el factor educativo, el dispositivo pedagógico
expresa una de las grandes debilidades
institucionales del orden que nos rige; lo que de hecho hace que el dedo
índice mire hacia la escuela en Colombia, desde los niveles de la primera
infancia hasta la universidad.
Esto es de una gravedad tal que
ha alcanzado rango de peor,
toda vez que desde la educación formal misma (la escuela), se garantiza la reproducción del cáncer que nos carcome. A lo que se le incluye hoy el otro cáncer de la corrupción que ha cobrado presencia en el sistema
judicial, desde las más altas cortes.
De otra manera, la educación como
práctica de interacción social mediada por el pensamiento reflexivo asumido con
sus consecuencias radicales que, ha de
ser por excelencia, palanca de
trasformaciones, está faltando a esta connotación esencial, degradándose en un reduccionismo instruccionista, falto
de todo rigor y acéfalo de un proyecto ético de vida.
Cuando esto ocurre en la escuela, entonces opera una gran farsa. La escuela debe ser escenario que se revolucione así misma en sus prácticas y
relaciones. Empezando por asegurar que los saberes disciplinares y la discursividad reflexiva no
sean simple mampara (fachada o barniz de academia) que oculta una práctica
disipada, de laxitud, y de concubinato
con la pre-modernidad y el estatus quo.
Más allá de los títulos
rimbombantes como el que se exhibe en el texto de la ley 1920 del 2013, de lo que se trata con
sencillez es de construir un tipo de mentalidad, una forma de pensar no simple
( sin abobamiento de barroquismo) orgánicamente interrelacionado con su complemento dinamizador: la práctica que legítima y trasforma. Desde esta
perspectiva, el manual de convivencia no es documento que se guarda y se
muestra para decir que existe, sino que él mismo ha de ser acto educativo que prevé, contrasta,
educa, previene, construye, estableciendo límites. Combinando sabiamente,
razonabilidad, pero también la dosis
pertinente, de garrote comedido, para que los limites sean interiorizados
conscientemente, observando en los sujetos respeto, tolerancia, consideración por el otro,
reconocimiento de la dignidad por el simple hecho de ser y sabernos
personas.
Esas zonas limítrofes corresponden
ser pensadas en profundidad, suponerlas, contrastarlas; ejercitarnos en ellas, racional y
éticamente, y en el terreno del conflicto contextualizado
sacarles el jugo, demostrando en la aplicación práctica, el criterio de que todo
acto lleva consigo una consecuencias, y corresponde correr con los costos de
esas consecuencias; por tanto es
menester para la supervivencia de la sociedad, presuponer las consecuencias de nuestros actos, de nuestro obrar en sociedad.
Corresponde construir una
metodología -actualizada permanentemente-, de cómo, cuándo y qué tantas veces,
la institución educativa, a través de sus agentes, intervienen las conductas y
comportamientos de los estudiantes, entendiendo tal intervención como
oportunidades y compromisos de rectificación, puntuales, en tiempos establecidos (ponderados), de tal
manera que los estudiantes “infractores” no se pasen la vida, año tras año, “mamando gallo”, (abusando al
eterno) de la institución escolar. Al término de lo cual, la institución
agotados tales tiempos y oportunidades, se juega la cancelación de la matrícula.
El lenguaje incluso requiere revisión para que
el pasado oloroso a naftalina e impronta de obsoleto, con sus
connotaciones represivas y discriminatorias,
no tengan lugar en el discurso institucional.
No hay duda: La escuela en sus
relaciones y prácticas necesita ser reformada, lo que supone confrontar el
pensamiento simple, fragmentario, rígido, parcelado, mecanicista. Y en su lugar
abrir trocha para el abordaje y construcción de formas de pensar complejo, que contempla la diversidad de lo real, y la complementariedad de las miradas.
Una sociedad incluyente cuyas
instituciones y procesos diversos fluyan, no es posible desde una conciencia social y un pensamiento que en sí mismos se comporten unilaterales, excluyentes respecto a la interconexión de las
ciencias y saberes en un mundo igualmente interconectado, dinámico y complejo.
Ramiro del Cristo Medina Pérez
Santiago de Tolú, octubre 10 - 2014